Thursday, September 22, 2005

Poemas de sobremesa

Mi papá siempre se sienta en la cabecera. Le gusta llevar la batuta en todo. Yo le digo que tiene alma de latifundista, pero que ya el tiempo de los inquilinos se acabó. El asunto es que le gusta monologar. En general, como es informado e inteligente, dice cosas interesantes. Pero algunas veces, desde siempre, sobre todo en la sobremesa de almuerzos de domingo, le da por recitar.

Así desde chica, mis hermanas y yo, escuchamos de los labios de mi padre historias en verso. Algunas largas. Algunas más conocidas que otras... a todas nos gustaba, y de tanto repetirlas se hicieron parte de nosotros y cada cierto tiempo volvíamos a darle a la declamación.

A la Rocío la que más le gustaba era la de Garrick, que contaba cuando un tipo llega donde un doctor: “ llegó un hombre de mirar sombrío, sufro, dijo, un mal tan espantoso, como esta palidez del rostro mío”.

Cuenta la historia que Garrick era un cómico famoso, pero en verdad un actor noble y triste, que hace reír a todo el mundo, pero tiene una pena terrible. El poema se llama “Reír llorando” es de un mexicano y termina cuando el médico le aconseja al paciente ir a ver a Garrick para reírse, y el paciente contesta “...Yo soy Garrick. Cambiadme la receta”.

Otra de las tradicionales de sobremesa era “Los motivos del lobo” de Rubén Darío. El papá comenzaba: “El varón que tiene corazón de liz, alma de querube, lengua celestial, el mínimo y dulce Francisco de Asís, está con un rudo y torvo animal”. Mi papá me actuaba la historia y yo lo interrumpía con ¿“Dónde es Asís”? “¿qué es “liz”? “¿Qué significa querube?” y así todo el rato y mi padre me explicaba...

También de Darío recitaba “La princesa está triste, qué tendrá la princesa”(de Sonatina). O “Margarita está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar, tu acento, Margarita, te voy a contar un cuento... este era un rey que tenía, un palacio de diamantes, un kiosco de malaquitas y un gran manto de tisú, y una gentil princesita, tan bonita Margarita -que mi padre cambiaba por “tan bonita Katinita”- tan bonita como tú”. (Esa es de Margarita Debayle).

Otros poemas de sobremesa o para los viajes eran de Bécquer, sobre todo “cerraron sus ojos que aún tenía abiertos” o de Rafael de León y su “me lo dijeron ayer, las lenguas de doble filo, que te casaste hace un mes, y me quedé tan tranquilo” y otras de ese poeta español.

Había una de un chileno, Alejandro Flores, que me gustaba... “señor” se llamaba... Una vez vi “La Huída” , la última obra de Andrés Pérez, y comenzaba con ese poema. Me gustó conocerlo. La que le gustaba a la Fernanda, mi hermana más chica, era “la casada infiel”. Fue divertido, una vez la recitó en pantalla el Alacaíno, y bueno, descubrí que teníamos en común algo, el gusto por García Lorca.

Después hubo otro poema con el que empezaron a terminar las sobremesas, empezaba “Dio magnánimo el monarca en feudo a Juan de Tabares”.... La Rocío y el papá se la aprendieron muy bien. Otra historia en verso típica, que era divertida, era “la del pollo y el faisán”.

Contaba que el faisán estaba aterrado porque “he leído que en la cena de la corte servirán, el refinado plato de faisán”. Y el pollo que lo escuchaba dijo algo tipo: “morir por la patria es todo un honor, no sé en verdad de qué te quejas”.Bueno y hablan de todo eso hasta que el faisán dice algo como “he leído que también servirán pollos a la cacerola”. Entonces el pollo se queda medio mudo y dice algo como “patria, banderas.... cuando se trata del pescuezo, yo siempre hago de todo eso, algo personal”.

Con el tiempo hubo otros poetas que apasionaron a mi padre como León Felipe. Ahí más bien lo escuchábamos en las musicalizaciones de Serrat que leerlo. Estaba el poema de la piedra pequeña que era el preferido. Y otro, pero que leíamos, era una que se llamaba autorretrato y hablaba de él (León Felipe) y su pobreza.

Que no tenía “un mi abuelo que ganara una batalla”. Que una niña que pasaba y pegaba su nariz a la ventana. Esa era bonita. Una vez en Ciudad de México, en un barrio muy elegante, vi una plaza que se llamaba León Felipe, pues este poeta español, como el líder ruso Trotski, murió en tierra azteca. Saqué una foto del letrero para mi padre.

Y la que nos gustaba a todas porque era divertida era la de Antón y el eco. Esa era entretenida pues contaba la historia de “Antón” un borracho que dijo “¿quién se cayó”” y el eco -o sea nosotras- contestábamos “yoooooooooo”.

Y el texto seguía: “mientes pícaro si yo fui y el cráneo me rompí lo taparé con pelucas”. Y el eco “Lucassssss”. “No soy Lucas voto a Dios, vamos a vernos ahora mismo, fanfantón”. Y el eco: Antón.......... . Y así el eco iba adivinando cosas. Mi papá se la sabía casi entera. Y nos reíamos ene.

Esa historia nos gustaba a todos. Un día se murió un perro de la casa, el Tomy. Mi papá quedó triste y quería un nuevo perro, uno grande y macho como el Tomy. Le pidió a la Rocío que trajera uno de su universidad, de veterinaria en la Chile. Pasaba el tiempo, la Rocío no aparecía con ningún cachorro hasta que un día llegó con una cosita de dos meses, café.

Nos enamoramos y había que bautizarlo.... varios nombres se barajaron, y la Rocío dijo “Antonio” (ella se llama Rocío Antonia). Y entonces el papá y yo recordamos el poema, y pues dijimos ¡Antón!. La Rocío asintió... y así ese nombre se integró caninamente a la casa del Arrayán, donde vivimos ahora, la Rocío, el papá, yo, y evidentemente el Antón (y otras dos perras, la Anaí y la Novia).

Es así como conocí y aprendí a amar lo poesía... si bien siguen estando entre mis favoritos, los poemas que he citado y otros que no mencioné como “ojitos de pena carita de luna” o “el monje”, y otros.

Obviamente Neruda estaba en los que declamábamos, mi padre tenía todos los libros del Nóbel. A mí me gustaban algunas odas, como la oda al aire “aire no seas como el agua que permitió que la pusieran en tubos”, me gustó el poema 20 entero y el 15 sobre todo cuando dice “mariposa de ensueño te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía”, y varios versos del capitán y farwell. De esa me gusta “amor que se reparte en besos lecho y pan. Amor que puede ser eterno y que puede ser fugaz”.

Hubo otros autores que no eran muy conocidos de mi padre, que me gustaron al crecer.
Amé a Benedetti y su “mi estrategia es cambio más profunda y más simple, y es que por fin, me necesites”. También amé a la chilena María Monvel cuando dice “él es infame y necio, a ti te quiero tanto como a él lo desprecio, pero no hay dos amores iguales en mi vida, y para amarte así, me declaro vencida”.

Y ahora, de tanto recordar, a la que venció el cansancio es a mí.

Canciones de verano

Entre mis 9 años hasta los 16 aprox, cuando mis hermanas tenían entre 3 y 11 años, y mi papá tenía la fábrica de envases de ojalata que él construyó, fuimos a veranear a la casa de llo-lleo. Los tres hermanos de mi padre y él se turnaban la casa de llo-lleo para ir en verano. A mi familia le correspondía en general la primera quincena de febrero.

Mi papá sólo iba el fin de semana pues debía trabajar. Así nos llevaba para ir con mercadería en dos autos. Mi mamá se iba con las niñas y la nana, primero la Julia y luego la Anita, en un Datsun rojo. Y en el otro auto, una zuzuki gris o una volsksguen roja, mi papá y yo.

En el camino mi papá me cantaba cosas. Yo ni sabía que era desafinado porque me embelezaba con las historias. Las historias de esas canciones me daban una pena negra hasta las lágrimas a veces. Además, mi padre con su memoria prodigiosa, se las sabía enteras y varias. Y como había sido miembro del club de teatro del colegio, me las actuaba además. Así conocí boleros y tangos.

Me aprendí muchos. “Osito de felpa” una donde un hombre le llora al “osito de felpa, juguete de mi hijo, de mi chiquitito, que una madrugada se llevó el señor”. Con esa yo lloraba a mares. También había otra donde eran dos primos hermanos, uno pobre y uno rico y el rico se avergonzaba. Esa me daba rabia.


Había otra que decía “sabes mejor que nadie que me fallaste, que lo que prometiste se te olvidó... sabes a ciencia cierta que me engañaste, aunque nadie te ha amado, igual que yo”. Y venía el estribillo, “ y allá en el otro mundo, que en vez de infierno encuentres gloria, y que una nube de tu memoria me borre a mí” que obviamente yo cantaba a coro con mi padre en la zuzuki camino a llo-lleo. Esa canción después la cantaron, no hace mucho, el dúo “La Sociedad”. Obvio que me la sabía entera.

Hubo muchas otras canciones. Las de rock and roll eran las preferidas de mi papá, pero no se las sabía enteras en inglés. Pero el “one two three o’clock for o’clock rock” lo debo haber escuchado miles de veces como otra de “blue shooses”.

También hubo algunas medias tangueras, como “flaca, tres cuartas de cogote, una percha en el escote, bajo la nuez” donde mi papá me contaba la historia de una cabaretera vieja que estaba sin encantos. Y yo me imaginaba un bar argentino de mala muerte lleno de humo y a esa pobre que antes fue “bakana”.

A veces poníamos tonos más divertidos y cantábamos, a coro claro, “con medio peso, compré una vaca, y esa vaca me dio un ternero, tengo vaca tengo ternero y todo eso, con medio peso”. La canción era eterna y divertida.

Igual que “estaba la rana cantando debajo del agua, cuando la rana empezó a cantar, vino el zapo y la hizo callar... estaba la rana, el zapo cantando debajo del agua”. Y también después de eso, cantábamos, “un elefante se balanceaba”.... y cosas así.

También la Violeta era infaltable. Me gustaba el run-run y sobre todo la parte que dice “Sentado en una piedra se puso a divagar, que sí que esto que el otro, que nunca que además, que la vida es mentira que la muerte es verdad, ayayai, de mí”.

Otra que me gustaba era: “cuando fui para la pampa llevaba mi corazón contento como un chirigüe pero allá se me murió, primero perdí las plumas y después perdí la voz, y arriba quemando el sol”. Ahí mi papá me explicó lo de los mineros y donde quedaba la pampa.

La otra de la Violeta que, después de la explicación me gustó pues comprendí quienes eran los Alessandri. La canción decía: “He recibido una carta, por el correo temprano, en ella me dice que cayó preso mi hermano. La carta que me mandaron, me pide contestación, yo pido que se propague por toda la población, que el León es un sangriento en toda generación. Sí”. Eso porque según la Violeta el delito de su hermano Roberto no era tal, de hecho canta “Si eso es un delito presa voy también sargento. Síííí”.

Varias canciones de la Violeta mi papá las tenía en casetes (sí, esos que salen en la “portada” de “los 30”). Y ahí escuchábamos y cantábamos a dúo con la Isabel Parra, que era la intérprete. La que me sacaba lágrimas era la del “angelito” sobre todo cuando dice “¿por qué se cae su cuerpo, como una fruta madura?. Cuando se muere la carne el alma se queda oscura”. Pero la que más escuchábamos, era la jardinera y su “para enamorarme de ti, voy a cultivar la tierra”..

Otro cantante que le gustó a mi padre y que cantábamos en verano y en fines de semana, era un español, Paco Ibáñez. La favorita de mis hermanas y yo, cantada por ese cantante, era “Era un niño que soñaba”. La mejor parte era “pero el niño se hizo mozo, y el mozo tuvo un amor... y a su amada le decía, ¿ tú eres de verdad o no?”.

Luego a los gustos de mi padre se unió, por muchos años, Serrat. Ahí “las nanas de la cebolla” era mi predilecta. No por lo triste, sino por la historia. Mi papá me contó que esa historia cuenta cuando el poeta que escribió eso, Miguel Hernández, está preso por Franco, y su mujer alimenta a su hijo pequeño sólo con leche materna llena de cebolla, pues es lo más barato, y que es lo único que ella come. Obviamente yo lloraba.

También nos gustaba “Cantares”, la parte que decía “cuando el jilguero no puede cantar, cuando el poeta es un peregrino, cuando de nada nos sirve rezar, caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Donde el poeta era García Lorca, perseguido por Franco.

Claro que la que más nos gustaba era, por supuesto, “Mediterráneo” pues alude a Cataluña, y al frente está Mallorca, lugar de procedencia de mi familia paterna.

Con la herencia española de mi padre y mi madre, en mi casa siempre se escuchaba flamenco. También en Algarrobo, en la casa de los Lobato, los cuasi padres de mi mamá, donde íbamos siempre en otra parte del verano.

Y así, por todas partes yo escuchaba esas melodías andaluzas como “la llorona” y otras más agitanadas y se me ponían los pelos de punta. Mi preferida es, hasta ahora, “Lola Puñales”.

Esa canción, con su música gitana genuina, cuenta la historia de una mujer orgullosa y llamada Lola Puñales, morena, bella y que era la perdición de los hombres y los tomaba o dejaba a su antojo por eso “primero llegó el marqués, Lola lo despreció por Don Juan” pero un día “los ojos de un hombre, la fueron matando”. Y Lola se enamoró.

Pero Lola lo vio con otra mujer y dolida hasta el alma, lo mató “ y lo mataría otra vez”. La historia cuenta cuando ella está en el tribunal y remata la canción con las palabras de Lola que dice “Y que apunte el escribano que al causante de mis males por jurar cariño en vano sin siquiera temblarle la mano lo mató Lola Puñales”.

La semana pasada a título de nada, en la comida, la Rocío, mi hermana, se acordó que yo me sabía esa canción de la sociedad y le pidió al papá que cantara “esa canción que te gusta a la Katinita”. Entonces el papá empezó a cantar, actuar y zapatear “Lola Puñales”.

La Rocío quedó impresionada, no conocía esa... le gustó, obvio, si es muy buena. Pero ella se refería a la otra a “y allá en el otro mundo”... la cantamos también, como las de rock and roll, algunas en francés que cantábamos cuando chicas por el colegio y otras canciones de antaño. Subí a mi pieza y me acosté con el alma llena de sensaciones bonitas.

Hoy, unos días después, pienso en eso y recuerdo: “Fue más o menos así, vino blanco noche y viejas canciones” o “ y una vieja guitarra, brindaremos por ti, brindaremos por él, porque le vaya bien” y ahora, mi papá estaba en Internet pero antes de irse, me dice: “katinita, escucha el cd que compré ayer”, y.... pues el cd se llama los inolvidables y está re masterizado, entre otras canciones, “el medio peso”.

Muertos de la risa la empezamos a corear y a bailar. Él se fue, yo súper inspirada vine a escribir un relato sobre mis viejas canciones de verano.

Tongoy

Cuando yo era bien chica, y aún no nacían mis hermanas o eran guaguas, o sea hasta antes que yo cumpliera 8 años, íbamos muchas veces a veranear a Tongoy. En ese trayecto iba mi papá y mi mamá sentados adelante del auto, un Fiat 600 rojo. A veces salíamos al alba, 5 am, pues el viaje era largo, más de 6 horas, e incluía paradas con huevos duros.

En Tongoy nos quedábamos en casa de los Ché, parientes por el lado de mi abuela paterna. Era una casa de madera asentada en una especie de boca calle de tierra, estaba asentada en altura por ende tenía vista al mar.

A dos casas, el tío Yayo, el hermano de mi papá tenía una casa. Y en la hostería más chic de la zona, la Hostería Galvés, frente a la playa zocos, se hospedaban el tío Gabriel (médico y primo de mi papá) con su familia, y el tío Mario y su señora e hijos.

El lote era entretenido. Yo era muy chica, pero los niños éramos todos de la misma edad aproximadamente. Nuestros padres, cada uno en su auto, gustaban de entrar en sus vehículos a la playa, o sea nos adentrábamos en la playa grande. Ahí las 3 parejas y sus retoños, sacábamos toallas, baldes, cremas, y demás.

La mejor parte era cuando los padres iban a sacar machas, y las traían a la arena. Ahí esperaba yo con un baldecito lleno de agua, de mar, para lavar a la macha que me traía mi papá o mi mamá. El papá las abría con un cuchillo grande traído para la ocasión y las inundábamos de limón y zas, adentro... yo siempre quería más.

Tras ello, mis padres y los otros padres, volvían raudos al agua y bailando charlestón, sacaban otro tanto de machas, que los otros niños y yo esperábamos en la arena con nuestros baldes llenos de agua. Así aprendí a comer y a amar los mariscos.

Las tardes pasaban llenas de sol y machas y a veces frutas que llevaba mi mamá. La noche marina, para mí, era muy descansada. Esos fueron los mejores veranos de mi vida.

En algún momento, por la dictadura de la época, el tío Mario se fue de Chile. Y por otra parte, el tío Gabriel y mi papá se peliaron y luego, los Ché empezaron a venir todo el verano a Tongoy. Y así esos viajes a Tongoy se acabaron para no volver.

Wednesday, August 10, 2005

Ana

Isaac Divynetz se casó con Sonia Einstein. Ambos eran judíos, pero él no era ortodoxo para nada y no inculcó esa religión en a sus hijos, en Kiev, Ukrania. Isaac trabajaba en el palacio del zar, era modisto. Es decir se preocupaba de la decoración de palacio, carta de presentación de la realeza. Su especialidad eran los postres.

Isaac y Sonia tenían dos hijos, mellizos. Una noche que el matrimonio salió a un evento de sociedad, la casa, encargada a una niñera, se incendió con los pequeños adentro. Todos murieron y Sonia perdió la razón según los médicos de la época (hoy diríamos que cayó en depresión).

Isaac sin saber como ayudar a su mujer pidió consejo a los doctores, y no había cura. Pero quizá, una esperanza... cambiar de entorno, un viaje largo. Y así, esos ucranianos emprendieron una travesía en barco. Estando lejos, vino la revolución bolchevique y por tanto la caída del zarismo. Nunca más el viejo matrimonio aristocrático volvería a su tierra.

Viajaron por todo el mundo, en algún lugar nació un nuevo hijo, Miguel, en Egipto nació una nueva hija, Jaya. En Argentina, nació otra hija, Ana. Ana y su padre establecieron una relación de amor única e impresionante durante toda la vida. Isaac mandó hacer para su hija, un colchón de pétalos de rosas.

Cuando Isaac murió, su hija Ana mandó a hacer una máscara de yeso del rostro de su padre. Y durante todos los días de su vida, besó esa máscara antes de dormirse.

Ana era bella, parecida a una actriz de cine que cantaba ronco y tenía las mejores piernas del mundo, la alemana Marlene Dietrich. Fue por eso que a un famoso basquetbolista español de la época, Gabriel Ferrer, le gustó. Hizo galanterías de macho poderoso, y se casó con la bonita del baile.

A veces Ana en sus arranques, cuando ya era madre de los 4 hijos que tuvieron, decía iracunda “porqué me habré casado con un tipo de la vega”. Enrabiada por la poca cultura de Gabriel. Eso porque Ana amaba los libros y saber.

Fue pionera e iba a cursos de psicología en la Universidad en los años 50. Por supuesto, vestida a la última moda. Además, era ferviente adoradora de una Diosa, como Isis, no de un Dios. Y tenía una foto de esa Diosa, que era un gran rayo de luz, en su velador.

Gabriel hizo para Ana una buena vida, en una buena y hermosa casa ñuñoína con un jardín en el cual caminaban faisanes. Ana además contrató un par de mozos de planta para atender a sus visitas, como Neruda y otros personajes ilustres de la época. No contaba en eso mucho con la venia de Gabriel, que alegaba que “invita Ana Divynetz y paga Gabriel Ferrer”. Pero así fue.

Ana decoró esa casa exquisitamente, tenía hasta una buena reproducción de la Mona Liza encima de la chimenea. Cuando era abuela, se vestía los domingos de terciopelo u otras telas bellas para recibir a sus nietas... y a veces usaba un largo collar de perlas, atuendos que ciertas nietas, como yo, adorábamos.

Yo de chica le llevaba dibujos que me gustaba hacer. Ella los miraba con atención y los guardaba. Le llamaban la atención especialmente los dibujos de manos, que por ella supe que era lo más difícil de dibujar. Un día, ya entrada en años, apareció un nuevo cementerio, “El parque del Recuerdo”. Hacían comerciales de él en la televisión.

El comercial era de una niñita corriendo por un hermoso jardín con flores y encumbrando un volantín. Ana me decía “cuando yo me muera voy a estar en “el parque del recuerdo” y esa niñita va a ser la katinita que me va ir a ver”. Yo era chica y el tema de la muerte no me era cercano. No ponía mucha atención a eso.

En los años 80, Ana estaba muy gorda y le dio una enfermedad renal. Fue llevada a la clínica que ella quiso. La clínica Dávila. Esa clínica para ella era la mejor, pues era la alemana original. Además, ese lugar tenía arquitectura como casa chilena. Es decir, las piezas daban a un gran corredor de techo alto, que a su vez estaba lleno de ventanales que daban a un hermoso patio donde llevaban a los enfermos.

La grasa de Ana impedía que los medicamentos inyectables hicieran efecto. Le hicieron diálisis. Ella suplicó no seguir con esa tortura. El médico tratante contó que de hacerle ese tratamiento, a lo más se le alargaría la vida 6 meses. Y que recientemente, otra paciente sufrió de lo mismo y su familia decidió, a pesar de la enferma, aplicar diálisis.

El médico cuenta que esa paciente murió luego de 6 meses igual, pero llena de rabia que sus seres queridos no la dejaron morir en paz. La familia, mi familia, entonces se reunió y pese al rechazo inicial, se decidió hacer lo que su marido dijera. Gabriel no sabía pero mi padre, Miguel, le aconsejó que Ana muriera en paz y en su casa, como era su deseo. Gabriel aceptó.

Antes que Ana volviera a la casa de Luis Uribe, Gabriel mandó redecorar. Sabía que Ana estaría mucho acostada, así que mandó que se empapelara el techo de la pieza con un decomural de rosas violetas, su color favorito... para que Ana se sintiera envuelta en esas flores que amaba tanto.

Ana volvió a su casa, y tranquilamente murió en su cama el año 84. Y tal como quiso, Gabriel le compró su tumba en el parque del recuerdo, ahí la visité yo un tiempo. Luego, dejamos de ir hasta que, después del año el 2002, Gabriel fue a acompañarla por toda la eternidad.

Monday, June 06, 2005

3-Gabriel y el Unimarc de Irarrázabal

Gabriel era un joven que en los años 30 tenía buena pinta, alto, y se parecía al actor de moda de la época, Gilbert Roland. Si bien venía de una familia humilde proveniente de Mallorca, a los 20 años era un empresario joven, exitoso, con fortuna, y famoso por ser de los buenos jugadores de basketball, de la Unión Española por supuesto, como correspondía dado su origen Europeo.

Con esa impronta es que conoció y se enamoró de una bella mujer, Ana. Ana era refinada en todo. Y Ambos eran apasionados. Sus principales peleas, de muerte, eran por celos. Gabriel, como buen macho, era un proveedor de lujo. Todo lo que Ana quería, lo tenía. Y Ana era elegante e innovadora, sus gustos era exquisitos y caros. Pero Gabriel para eso estaba, para complacerla en todo.

Gabriel hizo una Barraca, en la que asoció a sus hermanos, y de eso vivían todos. Era un buen negocio y él un buen negociante y un hombre muy trabajador. En aquél entones, vivían en una hermosa casa atrás de la Barraca, en el barrio Franklin. La casa era enorme, para él, Ana y sus cuatro hijos.

Pero los tiempos cambiaron y se formó un nuevo barrio chic, Ñuñoa. Y Gabriel compró ahí, para Ana, la casa nueva más hermosa que encontró, cerca de Pedro de Valdivia con Irarrázabal.

Cuando Gabriel tuvo el accidente vascular, aquél que le dejó paralítico del lado izquierdo, dejó de trabajar en la Barraca que ya hacía un tiempo había dejado de ser de sus hermanos, pues habían tenido diferencias fuertes. Ahí entonces, dada la invalidez de Gabriel, se hicieron cargo de la empresa, sus hijos hombres profesionales, el abogado Gabriel, y Miguel, el ingeniero.

Gabriel padre, mientras tanto, no se conformaba con su situación. Él no sería un inválido. Él no servía para eso. Y comenzó a hacer ejercicios. De noche, cuando nadie lo veía bajaba la enorme escalera de mármol de la casa, arrastrándose, y la subía de igual modo, tardaba horas, pero tras meses, terminó de pie.

Luego, cuando ya pudo caminar bien, para hacer pesas, iba caminado al Almac de Irarrázabal, y volvía lleno de bolsas cargadas. Y así de a poco, de no poder caminar, logró recuperarse completamente.

Una vez, cuando ya era abuelo, viniendo del supermercado a la casa, se cayó. Una caída fuerte y fea. La gente quiso ayudarlo. Él molesto, y altanero como era, no se dejó. Y lento, pero solo, se levantó. Tomó otra vez las bolsas llenas de enceres, y prosiguió el camino a su casa, en la esquina de Luis Uribe y Marchant Pereira.

En los años 80, Ana, la señora y eterna amada de Gabriel, producto de una patología renal cayó gravemente enferma y al poco tiempo murió. Uno de sus hijos, Miguel, cercano a separarse de su mujer, decidió ir a acompañar a su padre en su tristeza.

Gabriel, a pesar del dolor de su alma, se levantaba religiosamente temprano y hacía 6 horas de gimnasia. Ejercicios de piernas en la escalera, ejercicios de brazos en el porche, etc.. Toda la casa era útil a sus fines... y las pesas, eran infaltables, por ende todos los días caminar de la casa al Unimarc y volver cargado.

Miguel quiso acompañarlo e imitarlo. No pudo levantarse todos los días al alba, no pudo hacer esos ejercicios y menos todo ese rato. Su padre, más de 20 años mayor, abuelo, era físicamente mucho mejor que Miguel.

En los años 90, Gabriel tuvo otra caída y hubo que operarle la cadera. Increíblemente, en la clínica alemana, lo operaron mal. Le operaron la cadera buena, y lo dejaron mal. Para siempre. Nunca más pudo hacer sus ejercicios.

Sólo hacía desde entonces, lo que habitualmente hacía tras ir al Unimarc, leer el Mercurio entero. Pero con el tiempo, eso dio pie a ver televisión, que lo aburría, salvo el fútbol... Gabriel ya no era él. La familia decidió vender la casa de Luis Uribe, y llevarlo, junto a la nana de siempre, la Lila, a vivir a un departamento en Las Condes.

Gabriel se fue apagando ahí. No era su lugar. A veces se levantaba gritando que quería ir a su casa, que no sabía donde estaba, que quería su casa, en Luis Uribe. Pero esa casa, que estaba en una calle que hasta los 90 era residencial se volvió un sector comercial más de la capital.

Y la pieza en suite, con balcón a la calle, que él compartió con Ana hasta su muerte, ahora es el privado del gerente de una empresa de ingeniería en la que trabajó hasta hace poco uno de sus nietos. Así, de la familia en esa casa, ya sólo quedan historias como esta.

2-Corazones en llo-lleo

A Gabriel, siendo un empresario exitoso, le pasaron dos cosas importantes. Una es que su padre se enfermó gravemente del corazón. Una enfermedad liquidadora al poco andar. Pero Gabriel no se conformó con ese diagnóstico y consiguió más y más opiniones en la colonia española. Y ahí surgió una esperanza: un pueblo del mundo con un microclima muy bueno para esa enfermedad cardíaca, y que por fortuna quedaba cerca de Santiago. El pueblo era Llo-lleo.

Así, Gabriel padre y su señora Catalina se instalaron en ese pueblo costero. Su hijo Gabriel los visitaba en auto los fines de semana y los abastecía con mercadería. Pero si bien el clima era bueno para el corazón, el viejo mallorquín estaba triste. Ana entonces tuvo su tercer hijo, el único de ojos azules de los 4 que tuvo en total. Ese niño se llamó Miguel.

Gabriel padre vio a Miguel y se encariñó tanto con él, que lo quiso llevar a vivir con él a llo-lleo, fue su condición para permanecer en ese pueblo, y por tanto para vivir. Así Miguel, niñito rubio y de ojos azules, ahora de buena familia, se crió jugando a la pelota en la playa con niños hijos de obreros, escuchando mallorquín y comiendo lo hecho por su abuela, que era comida de esa tierra.

Miguel fue así distinto a sus hermanos. Creció en otro aire, con otra gente, aprendió a cazar pájaros con su abuelo. Eso de levantarse al alba y estudiar a la presa... Y llegar con el botín que Catalina cocinaba.

Miguel iba a un colegio con niños distintos a él. Si bien había vecinos de buen vivir arraigados ahí por causas similares a ellos, o sea por problemas cardíacos y cuyos hijos o nietos eran compañeros de curso... la mayoría no era así. Eran niños más pobres de familias de pueblo... Cosas que con la vida pesarían por la diferencia, pero que entonces no se sentían.

Miguel iba a un colegio donde en una sala, que era el living de una casa, habían varios cursos a la vez. Y así, una profesora se percató de la habilidad de Miguel con los números. Pero también Miguel, el nieto de Don Ga, tenía otras gracias: memorizaba cosas, poemas y chistes que le contaba su abuelo.

La buena cabeza de Miguel era un don muy importante para el destino que su padre tenía para él, ir al mejor colegio de Chile, donde estudiaba su hermana mayor, el Instituto Nacional. Así, a los 9 años, Miguel entró al que sería su colegio toda la vida.

Desde entonces, su vida costera y pueblerina se transformó en una santiaguina. En el mejor barrio de la época, Ñuñoa, en una casa con diseños finos, como luces indirectas y cortinas de tercio pelo, ideas de Ana, claro.

Pero Miguel extrañaba su pueblo, sus abuelos y todo aquello. Por eso, todos los viernes viajaba en tren a llo-lleo y se quedaba hasta el domingo. Y ahí recibía el cariño incondicional de a quienes él consideraba sus padres.

En esos años en el Instituto, Miguel, además de las matemáticas, desarrolló la memoria para poemas y canciones, pese a que no era dotado para el canto. Pero sí para el baile. En un verano en llo-lleo, bailando rock and roll, Miguel conoció a Angélica. Una niña alta, bonita y morena que bailaba muy bien, ambos tenían 17 años.

Al año siguiente, Miguel si bien quería enseñar matemáticas, entró a Ingeniería Civil a la Universidad de Chile. Durante sus estudios, vino un golpe fuerte: murió su abuelo. Y su abuela quedó sola... Miguel siguió visitándola en los fines de semana y durante todo el verano, hasta que ella murió.

Gabriel, marido de Ana, y sus hijos eran miembros de la colonia española e iban al estadio. Ahí conocieron a Alfonso Lobato, un exitoso empresario. Alfonso tenía también un negocio familiar, era de origen asturiano, y tenía 5 hijos. La mayor se llamaba Katina, y era algo menor que Miguel.

Miguel tras tres años con Angélica había terminado con ella, y según su familia, necesitaba una niñita bien para pensar en casarse, y Katina era bonita y calificaba. Sólo que había un detalle, no era hija de Alfonso, sino sobrina. Aunque vivía en esa casa, como hija de ellos. Miguel y Katina se comprometieron.

Miguel y Alfonso forjaron una amistad importante en los 6 años de pololeo, tras ese tiempo, con Miguel recibido, la pareja se casó. Miguel fue de viaje de estudios a Europa y se enamoró en Praga de una hermosa checa, pero como ameritaban los tiempos, volvió a cumplir su deber de marido y la checa se quedó para siempre joven y bella en su memoria.

Al tiempo, Gabriel, sufrió un segundo y terrible golpe: un derrame cerebral que lo dejó inmovilizado del lado izquierdo. Le dijeron que jamás se recuperaría. Gabriel era tozudo, y deportista, no aceptaba eso. Debía hacer unos ejercicios de rehabilitación, 2 horas. Gabriel desde entonces, hizo 6 horas diarias, todos los días de su vida y tardó, pero se recuperó.

Los 4 hijos de Gabriel se casaron y tuvieron hijos y comenzaron a ir a veranear a llo-lleo. Entre ellos, Miguel, el que más quería esa casa, pues fue su casa. Miguel amaba ir a llo-lleo con Katina y sus tres hijas. Y así ocurrió varios veranos, hasta que la casa tuvo grandes problemas para el terremoto de 1985 y al poco andar cambió de dueños y los veranos a llo-lleo de Miguel y sus hijas dejaron de existir.

1-Del winnipeg al metro

Gabriel, pobre pero orgulloso, era el hombre más alto del pueblo Inca, en la entonces desconocida y paradisíaca isla de Mallorca. Catalina, de buena familia, era también la más alta de las mujeres del lugar. Por una razón de altura, se casaron. Él, casi analfabeto, hacía zapatos como todos ahí. Ella cocinaba y rezaba.

Un mal día llegó la guerra civil española y el miedo y algunas expectativas guardadas en el alma llevó a esa pareja de altos, como a muchos, a abordar el Winnipeg junto a su pequeño hijo Gabriel.

Tras navegar atracaron al fin del mundo y así, sin educación, la joven pareja y ahora sus cuatros hijos en busca de mejores oportunidades de vida, se instalaron en la capital de Chile.

Vivían en una choza que se llovía, con piso de tierra y donde las rendijas de la madera debía cubrirse con diarios. Entonces, el hijo mayor, de 15 años, y el único de los hermanos de ojos no azules, dejó los estudios para trabajar y ayudar a su familia.

Por ser originarios de la tierra madre, eran miembros de la comunidad española, muy importante en los años 30 y tantos en Chile. Y por ello, Gabriel jugaba basketball por la Unión Española. Deporte que entonces era el favorito del público. Gabriel era bueno en eso, y alto como sus padres, por tanto rápidamente fue figura de diarios y firmaba autógrafos.

Esa publicidad le ayudó a moverse en el mundo de los negocios y pronto comenzó una fábrica, una barraca cuyo fuerte era elaborar cajones de frutas. Por aquí y por allá consiguió clientes, algunos poderosos, miembros de la comunidad española. Y así, a los 18 años tenía un auto del año. Además, claro, cambió de casa y sus hermanos no dejaron de estudiar como él. Gabriel sostenía a la familia. Y bien.

Gabriel arma una sociedad con sus hermanos. Y a su padre le da un rol en la fábrica. El negocio se vuelve una empresa familiar. Todos participan y todos ganan. Gabriel a la cabeza, por supuesto.

En ese entonces Gabriel conoció a Ana. Ana era culta, distinguida, había nacido en Argentina pero provenía de padres rusos que estaban emparentados con los zares. Ana se parecía a la diva cinematográfica de entonces, Marlene Dietrich, salvo por los ojos azules, de los que Ana carecía pero que sí tenían todos sus hermanos. Y Gabriel, medio star criollo, pues conquistó a Ana y se casó con ella.

La barraca creció y creció, pero un día se incendió. Gabriel, esforzado y tozudo como era, en vez de echarse a morir y llorar su pérdida, la levantó de nuevo y mejor. Ana y Gabriel tenían 2 hijos cuando la Barraca volvió a incendiarse por segunda vez, y por segunda vez Gabriel solo la levantó.

Algunos años después, un nochero se quedó dormido con una vela... la vela se cayó al suelo y comenzó a quemar el aserrín de la capa más cerca del piso. Así, cuando el fuego se evidenció ya era muy tarde, llevaba mucho rato acunándose... y de ese modo un tercer y funesto incendio quemó absolutamente todo.

Gabriel, por tercera vez levantó la Barraca. Y de eso vivieron él, sus padres y sus hijos hasta su expropiación en 1978 para que se construyera la estación Franklin del metro de Santiago.